Vicente Verdú
Todas las discusiones, peleas y agresiones que he presenciado estas Navidades, en fiestas y cenas, tenían por centro el "yo".
Parece una perogrullada (una perogru-yo-da) pero, simultáneamente, en otras partes del mundo donde el yo contaba menos se desarrollaba la caridad y la paz.
El yo es una bomba delicadísima que al mimarse en exceso estalla con formidable facilidad. Todo yo por pequeño que sea se encuentra naturalmente inflado y procede en el mundo como un globo propenso a detectar con la mayor sensibilidad los roces, los pinchazos y, lo que es más grave, su exagerada importancia personal.
Con ello el globo del yo que se advierte achicado en la estimación procura engrandecerse y el que se siente preterido o no visible se mueve aparatosamente para hacerse ver.
La presencia del yo es, desde luego, consustancial a su pervivencia pero el límite de esta obscenidad no puede calcularse de tal forma que concuerde siempre adecuada y pacíficamente con los demás yoes.
Las peleas familiares de Nochebuena y Nochevieja hacían notoria esta batalla de globos hinchados, inflamados, explosivos que, uno y otro, en la reyerta, despedían un aire tan vulgar como es la naturaleza egoísta, el amor desmedido a sí mismo sin la menor elegancia ni tino. Un burdo amor por el yo que convierte a su núcleo en producto masturbatorio y sofrena así cualquier buena intención de amar al prójimo, vista la desmesura que el prójimo destina a sí mismo y cuya patología amorosa se desprende un humus de repugnante e infecciosa contaminación.