Vicente Verdú
El supremo espíritu bíblico no ha desaparecido entre nosotros. Porque ¿qué es la democracia sino un sistema donde se representa la voluntad de Dios a través de la meticulosa descodificación de los resultados electorales? España, como otros países, ha consagrado estos últimos días al trabajo de interpretar el escrutinio del 9-M y con el fin de escrutar en él la voluntad entretejida del pueblo.
Nadie pensaba, por ejemplo, que los nacionalistas descenderían en Cataluña y el País Vasco. Ha sido uno de los hechos sobrevenidos sin pronóstico humano, una sorpresa semejante al advenimiento de una revelación o la realización de un hecho que sería previamente invisible a la mente humana. Pero de ello hay que aprender, sacar consecuencias gracias a aplicar los cinco sentidos en escuchar, oler, palpar y distinguir la verdadera voluntad del pueblo soberano que si realmente no existe absolutamente en el día a día, emerge como de una sima indeterminada con un trascendente mensaje entre los labios. Hay que poner extrema atención sobre el resultado electoral porque nunca será suficiente la indagación destinada a discernir el sacrosanto deseo popular que procede de las urnas. Esta suerte de papanatismo seudoreligioso que envuelve a las formas de la democracia política renace una y otra vez ante las bocas abiertas del votante. Los políticos hacen y deshacen a su conveniencia en la exégesis posterior a las elecciones y acomodan a sus intereses el recuento mientras la ciudadanía contempla a la manera de una feligresía discapacitada que deja en manos de sus representantes la extracción de las lecciones que orientarán a la sociedad entera. De los partidos en primer lugar pero de la nación también en la medida en que ellos, investidos como oficiantes, serán quienes determinen los pormenores de la liturgia programática del futuro y quienes decidan, en su debida proporción, los pasos a dar para el supuesto bien o la salvación de todos. Para ese fin la democracia se prolonga y persiste como una superestructura casi divina. Tan sagrada que nadie osa ponerla en cuestión. Tan trascendente que, como se ha comprobado en estos días, se pronuncia a la manera de los mismísimos oráculos y persiste, a pesar de sus tremendas injusticias, con la inerte solidez de los supuestos dioses.