Vicente Verdú
Decía Einstein que dos elementos le parecían de condición infinita: uno era el universo, el otro la estupidez humana. Y añadía que, por momentos, sólo llegaba a tener dudas sobre la primera aserción.
El éxito de estas supuesta declaración, que ha pervivido durante tantos años como verdad o como leyenda, debe atribuirse al regocijo que los lectores experimentan cuando ven descalificar al prójimo o los prójimos, a un ser humano concreto o a la Humanidad en general. En el grupo de estúpidos el lector de esa frase no se incluye o se introduce cariñosamente puesto que precisamente su posición de lector-descubridor de la sentencia lo distingue de la muchedumbre. Si Eisntein no podrá incluirse en la grey estúpida al llamarla estúpida (y avalándolo un premio Nobel), ni el lector que asume irónicamente la idea puede sentirse señalado. El lector siempre se ve del lado de aquel autor a quien sigue leyendo interesadamente.
Este interés le protege por sí sólo y establece de hecho una privilegiada complicidad que lo eleva sobre todos aquellos que no participan en el secreto del libro. El lector crece y se ve armado. El libro inteligente enaltece la cualidad de su interlocutor y desde su silencio procura una nueva voz al lector que se integra argumentalmente en la mordacidad de la proclama einsteniana. Autor y lector se suman como una potencia clandestinidad favorece la intimidad de la lectura. Se trata efectivamente de una fantasía más pero pocos medios consiguen proporcionar este acicate al espíritu. De ahí que se diga, exagerando que el libro nos espabila, nos salva, nos hace libres, nos potencia, nos bendice. Viejas leyendas que tuvieron su porción de verdad.