Vicente Verdú
Lo que suele irritar más a los pasajeros que sufren un retraso imprevisto es que la compañía no les facilite explicaciones. Esto les hace sentir no sólo perjudicados sino también menospreciados. El menosprecio procede del silencio del culpable de nuestro mal que en este caso, además, se siente como un arma cruel. Los silencios tienden a ser crueles o duros. Ni siquiera cuando se presentan como apoyos condescendientes puede impedirse que oculten un juicio severo. Las explicaciones, por el contrario, son un bálsamo para la víctima en casi cualquier situación.
Explicar significa extraer de la plica siendo la plica el sobre donde se encierra el silencioso secreto.
Pero no acaba ahí la cosa. Hay explicaciones que no consiguen hacer entender el problema planteado. Explicaciones que no convencen y se reciben como mentiras que repiten el menosprecio correspondiente a la falta de explicación. O incluso amplían ese desdén porque unas explicaciones insuficientes hacen pensar en el enmascaramiento de factores más graves y humanamente inconsentibles. La deficiencia en la explicación patrocina así la presunción de un mal o una maldad de categoría insoportable. Tan insoportable en su talla que la explicación no desea incorporar a su contenido, tanto por el miedo a su descrédito absoluto como por temor a la potenciada agresividad del receptor.
Pero el receptor es aquí, siempre, la víctima, el sujeto del dolor.
Aliviarlo de ese padecimiento quizá llegue a ser un propósito imposible pero será tanto más noble la intención cuanto más se perciba en el emisor su conciencia del daño que inflinge. De este modo la explicación gana en suficiencia a pesar incluso de su objetiva deficiencia. Gana en eficiencia mediante la complicidad (subjetiva). Sujeto a sujeto se ata el mundo, víctima a su vez desatada de la conflictividad total.