Vicente Verdú
He pasado una semana en Bangkok y no había prácticamente ancianos. No se les veía por ningún lado, mejor dicho. A diferencia de lo que todavía puede observarse en las grandes ciudades españolas, los mayores en Bangkok y otras urbes por el estilo, desde Kuala Lampur a Abdis Abeba, no tienen a dónde ir. No es fácil que puedan pasear en zonas donde los coches han acaparado el espacio y se ha dispuesto de vías elevadas sobre las ya desprovistas de aceras, árboles o algún resguardo exterior donde puedan conversar.
La patética consecuencia de muchos desarrollos tan explosivos en el sudeste asiático se manifiesta en la desbordante aglomeración de las capitales que, como si hubieran sido sacudidas por un monstruoso fenómeno, han estallado hacia una periferia maldita y han concentrado en su corazón, envenenado de rascacielos, el modelo más inhóspito para asentarse en él.
En España, efectivamente, se acentúa el panorama de gentes que cruzan las ciudades cargadas de años y como pertenecientes a una especie en expansión que se ha llamado “la tercera edad”. Esta edad provecta fue el tronco de la sabiduría y la autoridad tópicamente oriental pero, como se constata en Bangkok, en Shangai o en Singapur, su presencia ha sido espantada por los gases más contaminantes.
No ha hecho falta ninguna depuración ni selección genocida, la propia dirección del desarrollo económico se ha encargado de ahuyentar precipitadamente a los mayores. Sin parques, sin aceras, sin apenas lugares de reunión, la vida que ha podido crecer en tiempo ha menguado drásticamente en espacio. Los viejos permanecerán estabulados, tal como ha ocurrido antes en numerosas localidades norteamericanas.
El espectáculo mediterráneo de las plazas públicas, todavía en pleno tecnicolor, donde al atardecer de los otoños o las primaveras se juntan adultos y niños, ancianos y bebés, en una fiesta de la vida entera, podría declararse Patrimonio de la Humanidad.
Como los cuerpos mismos en los que cualquier amputación afecta al organismo entero, la extirpación de los mayores o los niños del ambiente ciudadano, decide la salud de las metrópolis. Ciudades que dan vida y otras que incitan a matar o darse muerte mientras los hoteles de máximo lujo acogen a los altos ejecutivos en sus suites de 2.500 dólares por noche. Ejecutivos medio muertos, a su vez, en nombre de la empresa y del exhaustivo trabajo por objetivos (de autoaniquilación).