
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Dice Woody Allen que lo cómico es lo trágico más el paso del tiempo. Ciertamente no siempre, desde luego, es así ni mucho menos, pero tratándose de las grandes tragedias románticas el tiempo cumple una eficiente función trasfiguradora que lleva de lo sublime a lo irrisorio y hasta de lo que es bello a lo siniestro.
Bastaría pues esperar el paso del tiempo sobre el despecho para asistir a la metamorfosis del sufrimiento en divertimento y, en el extremo, aquel gran dolor en un ridículo pasatiempo. ¿Son, por tanto, las tragedias amorosas guiñoles rebozados de importancia, simples bodeviles sin trascendencia? Nadie lo diría atendiendo a las muertes diarias que provocan los despechos amorosos, los celos, las separaciones, las penas dentro de una relación que formada con los mejores anhelos de felicidad se revela, al cabo, una lacerante e insoportable tortura.
¿Qué sería pues primero en el desarrollo de la película amorosa? ¿El desamparo, la tristeza de la rutina y la soledad, el desencanto del desparejamiento o, por el contrario, la dicha peligrosa y su final crecientemente grotesco? Los románticos de todos los tiempos sólo aceptarían la respuesta cabal de un enamorado. O más aún, no habría en su opinión posibilidad de aceptar el dictamen, sobre estas y otras cuestiones, de quien no experimentó o experimenta pasión. La ilusión del amor sería así equivalente a la ilustración del saber y la pena o la exaltación amorosa los únicos bocados reales para constatarse sabroso y viviendo.