Vicente Verdú
La arquitectura posee una doble naturaleza. De un lado todo cuanto se construye crea una realidad que no existía previamente y con ello aumente la masa presencial del mundo. Pero, de otro lado, no pocas clases de arquitectura son arquitecturas relativas a la ausencia. Arquitectura que evocan algo desaparecido, tal como es el caso de los mausoleos o el ejemplo de los monumentos que incluso, en ocasiones, tratan de recordar una batalla y a sus legiones de hombres, objetos, ideas y arquitecturas desaparecidas. Ciudades físicas y culturales que pasaron al mundo de la ausencia y hacia cuyo paraje el monumento se adentra con el propósito de extraer y enaltecer su impalpable y evaporable memoria.
Con todo, por encima de las diferentes arquitecturas relacionadas con la ausencia, la mayor de todas ellas es la arquitectura de los templos dedicados a una o varias divinidades. A divinidades nunca vistas, nunca presenciadas y sobre las que, sin embargo, se realiza el calambur de admitirla presente y ausente en el termómetro de la fe. La arquitectura se erige en fin no tanto para recordar su presencia como para construirla y esto a pesar de que su presencia omnímoda y sagrada se tiene por el asidero fuerte al que acogerse, la presencia invisible y salvadora, la presencia consoladora y salvadora, la presencia polifuncional que, sin embargo, el monumento se propone fijar como si su cuerpo no existiera y se hallara ausente, no presente. Como si su cuerpo fuera evanescencia y su recuerdo una falacia nacida de la necesidad y el desamparo, la desolación o la misma ausencia.