Vicente Verdú
A los niños no les gustan ni las verduras ni el pescado. Un programa en la televisión se ha dedicado a cocinar platos en los que se enmascaraba un calabacín enterrándolo en queso fundido y se confundía la visión de unos lenguados envolviéndolos en granos de maíz. No creo que lograran engañar a los niños.
La negación del pescado y las verduras no es tanto una animadversión infantil como un categórico menosprecio de la propia especie humana. Somos omnívoros por civilización pero feroces carnívoros por naturaleza. La leche es el puente que los niños aprenden a saborear como paso para la posible degustación de la sangre y, en su consolidación, la carne fresca.
En este sistema preestablecido, el pescado no consigue obtener el respeto del niño porque tanto por su tacto como por su olor, su consistencia y su morfología remite a un universo de delicuescencia, ancianidad y de muerte. Todo pescado orienta hacia la flaqueza y se combina fácilmente con la disolución física y hasta la desaparición fatal.
En cuanto a las verduras, no son en verdad alimentos en sentido riguroso. Pertenecen al paisaje exterior y no al interior, son más del orden de la decoración contingente que de la nutrición esencial.
Cualquier argumento en contra tendrá en contra al niño: carne de Dios.