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Los sirios en Finlandia

Por 23 de mayo de 2017 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Fuman frenéticamente todo el tiempo, beben en bares astrosos, viven en casas feas, llevan monos azules de trabajo o delantales, y su físico nunca es agraciado. No se besan y apenas se tocan, aunque el deseo carnal asome, de palabra, sin apenas obra, como una floritura del encuadre, en alguna de las películas; la idea de un desnudo total o una copulación ante la cámara es inimaginable, por extemporánea. Así son los hombres y las mujeres de Aki Kaurismäki, y a la mayoría les hemos visto envejecer y engordar y perder pelo en la pantalla, sin dejar de encender un pitillo tras otro. En el desenlace dramático de ‘El otro lado de la esperanza’, la llegada de la hermana perdida de su protagonista Khaled en los bajos de un camión es celebrada por ellos dos y su salvador con unas caladas, y el último plano de un Khaled gravemente apuñalado por el neo-nazi y recostado en un árbol, tiene el alivio del cigarrillo en la boca del joven, quizá moribundo. Es difícil pensar que el tabaco sea solo un mensaje afirmativo o subliminal del cineasta, reconocido fumador en cadena desde la adolescencia, aunque ahora se le ve en las entrevistas vaporeando electrónicamente. Tampoco un sarcasmo de los que tanto le gustan, ni un desplante a las buenas costumbres, a medida que fumar en público se hace delictivo. Fumar en Kaurismäki significa tener la cabeza y las manos ocupadas en un paliativo, quizá no muy eficaz, de la ansiedad de las vidas proletarias.

 

     Hay pocas galerías humanas en el cine contemporáneo tan reconocibles, tan compactas, tan elocuentes, si bien los personajes sean siempre de poco hablar; el silencio llegó al extremo con ‘Juha’, su película muda de 1999, homenaje al melodrama lagrimoso y gesticulante y, en una divertidísima secuencia, parodia del episodio del hacha, la cocina y el encierro de Jack Nicholson en la cámara frigorífica de ‘El resplandor’. Últimamente, el director ha ampliado el registro de sus nacionales, introduciendo en ‘El Havre’, entre franceses, al niño africano refugiado, y ahora a los dos sirios y al iraquí, en lo que se anuncia como la segunda entrega de una trilogía sobre la inmigración portuaria. La llegada, exótica en su obra, de estos seres humanos remotos amplía el elenco físico y vestimentario (los acicala un poco, sin dejar de hacerles fumar), pero no altera los tres pilares que sustentan el cuadro caracteriológico de su filmografía: la crueldad, la honradez y el apego.

    Desde sus primeros títulos, Aki, el menor de los Kaurismäki, hace cine social sin consignas, ajeno a la solemne y conminatoria homilía de otros colegas suyos europeos. La burla y el humorismo seco están siempre presentes, como lo están los trazos de la explotación humana, la violencia y la insolidaridad, que se colaban incluso en el paréntesis de sus gamberradas con la banda de los Leningrad Cowboys, nada menos que tres largometrajes y cinco cortos rodados entre finales de los años 80 y primera mitad de los 90. Vistas ahora en serie constituyen un plato fuerte a mi modo de ver sólo apto para paladares ‘rockabilly’ de mucho diente, reconociendo sin embargo que los números musicales en clave de chillona caricatura de ‘Total Balalaika Show’ (1994) son tronchantes, especialmente las interpretaciones de la banda, acompañada por los Coros del Ejército Rojo y una caterva de bailarines y ‘crooners’ eslavos, de clásicos inmortales como ‘Delilah’ y ‘Happy Together’. Humillados y ofendidos, nunca cariacontecidos ante el constante fracaso, los Leningrad Boys también sufren en sus giras y en sus viajes, por mucho que su estrambótico atuendo mitigue nuestra percepción de esa pena.

    Los perfiles social-grotescos son menos palmarios en ‘El otro lado de la esperanza’, construida sobre dos hilos narrativos que discurren en paralelo y se juntan a la perfección en la segunda mitad. La película recuerda un tanto, como variante puesta al día, su obra maestra ‘Nubes pasajeras’, y no sólo por la coincidencia en el reparto de Sakari Kuosmanen, el representante de camisería de caballeros convertido en restaurador, y, en un breve papel, de la extraordinaria Kati Outinen, actriz totémica del realizador, aquí responsable de uno de los chistes más logrados, cuando, arruinada su pequeña tienda de mercería en Helsinki, anuncia su intención de establecerse en Ciudad de México "a beber sake y bailar el hula-hoop’. En el universo terso y sintético de Kaurismäki extraña en la primera media hora el pormenor de los trámites y circunstancias del refugiado ilegal, a quien su compañero de celda en el centro de detención aconseja no mostrar tristeza, pues en Europa "nadie quiere vernos", y si les ven los prefieren sin melancolía.

    La máquina estatal es implacable, impasible, la violencia de las bandas de matones aterradora, los empresarios y banqueros despiadados, cuando no fraudulentos, y en ese contexto de malevolencia, con frecuencia ironizada, aparece, como distintivo del gran director, el honrado proceder de clase (de clase obrera por lo general) y lo que hemos llamado apego, es decir, el impulso espontáneo, cada vez más diluido en nuestra sociedad, de acudir en remedio del desamparado y ayudar al más débil. Kaurismäki ha retratado ese sentimiento solidario en muchas de sus películas, sin endulzarlo, aunque también hizo de su heroína vilipendiada en ‘La chica de la fábrica de cerillas’ (1990) una vengadora inmisericorde. Y nunca pierde el aliento cómico, la capacidad  de sorprender, la libertad fantástica de los cuentos de hadas, que se muestra en ‘El otro lado de la esperanza’ con la aparición de Khaled en un montículo de carbón, la timba que hace rico al ex camisero, la reconversión mágica de un local vetusto en un restorán de sushi, con disfrace nipones incluidos, en un censo, ya habitual, de personajes angélicos y demonios empedernidos. De ahí la significación ambigua del final, que podría ser feliz o todo lo contrario.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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