Sergio Ramírez
Usted se puede pasar a vivir a un edificio de apartamentos en la ciudad del vicio, previo pago mediante su tarjeta de crédito, y en lugar de ciudadano se convierte en avatar. Así ocurre en la ciudad virtual del sitio Second Life, donde todo parece ser cierto bajo las reglas paralelas de los mundos que existen pero no se tocan, una ciudad de los sentidos que nace del pulso de los dedos. Y los avatares pueden allí hacer posibles sus peores fantasías: unos convertirse en adultos abusadores sexuales de niños y adolescentes, y otros, hacer el papel de niños y adolescentes abusados.
Un juego recíproco de perversión en el que un correcto caballero funcionario de banco puede volverse, dentro del gabinete donde tiene instalado su ordenador, en un niño víctima de los acosos de su padrastro, que bien puede ser una dama que regresa de su sesión de ejercicios aeróbicos, y se sienta frente al teclado aún antes de tomar la ducha. Un juego de máscaras, y de espejos, donde todo se vale. Sexo contra natura, sexo oral, golpes y flagelos, violaciones y estupros, todo entre pervertidos informáticos.
En Alemania, la fiscalía se ha decidido a perseguir a los culpables de este aquelarre múltiple, según leemos, pero el asunto es que se trata de aberraciones de la conciencia, en las que el cuerpo no interviene, a menos que el cuerpo virtual sea tomado como real. Travestís de mentira, mujeres maduras que se visten de colegialas, señores respetables transfigurados en niñas que aprietan su osito de peluche mientras esperan la llegada nocturna del abusador. La segunda vida en la ciudad imaginada de los pecados capitales.