Sergio Ramírez
Pero hay todavía otros habitantes más pobres en Managua, que no cesan de llegar del campo, e improvisan sus viviendas junto a las aguas infectadas del lago, o en predios desolados que toman por asalto para levantar casuchas de cartón y ripio, conectados clandestinamente a las líneas de electricidad, para que florezca así el milagro de las antenas de televisión encima de los tejados de zinc sostenidos por piedras a falta de clavos.
Una Managua, o muchas, ¿cuántas Managuas? Todo se toca en extrema, extraña vecindad. Los barrios de la alta clase media de Los Robles, Bolonia, Altamira, prisioneros también en su miedo, muros y rejas, alambradas, culos de botellas coronando las tapias, colindan con los barrios miserables de calles sin asfaltar. Las fronteras son los cauces de las aguas de lluvia que resultan pasajes secretos de uno a otro mundo en la noche sin fortuna que cae demasiado pronto y se va demasiado rápido, parapetos de bienestar y neón a raudales de un lado, humo de fritangas en cocinas al aire libre, del otro, lo falso y lo verdadero conviviendo de noche y de día. Una tramoya, un parapeto. Una ciudad a la medida del crimen, el pequeño crimen de la barriada triste, y en la Managua artificial de aire acondicionado de los edificios gubernamentales donde señorea la corrupción con una impudicia que ya no escandaliza a nadie.
Una ciudad dividida, que va marcando sus enemistades. Lejos de la Managua hirviente, subiendo por los altozanos de la carretera sur, hacia las estribaciones de la sierra, los más ricos se amurallan dentro de ciudadelas con guardianes privados y cámaras de vigilancia de circuito cerrado. Nuevos y viejos potentados, porque los negocios de la era posterior a la revolución de los ochenta han dado para todos, aún para los antiguos revolucionarios entre los que se cuentan no pocos nuevos ricos capaces de las más atroces excentricidades a la hora de edificar sus mansiones con techos en forma de pagodas, y cúpulas bizantinas.