
Sergio Ramírez
Las películas que vivían conmigo en la caseta de proyección, quedaron todas en mi memoria. Cuando repaso en la televisión los canales del cable, me encuentro de pronto con escenas y rostros de esas viejas películas y puedo identificarlos al instante. Vi esos rostros y esas escenas innumerables veces, vigilando desde la ventanilla de la caseta la corrección de la proyección, listo a cambiar de aparato al final del rollo sin sobresaltos de la imagen. Y nunca han dejado de seducirme aquellas artimañas usadas para indicar el retroceso en el tiempo, con una lluvia de hojas de otoño, por ejemplo, o el vuelo apresurado de las páginas del calendario; o los titulares de los periódicos que saltan al primer plano, alternando con la imagen de un tren en marcha para ilustrar una gira artística triunfal.
El fulgor de la proyección iluminaba las palmeras reales, y sus penachos parecían arder en el temblor del reflejo de las imágenes. Las constelaciones brillaban, arriba, en el espacio sereno, y las voces cavernosas saltaban desde los parlantes ocultos tras la pantalla de madera, voces de gigantes sobrenaturales a los que se oía hablar y llorar aún en los linderos del pueblo. El aire de la noche dispersaba por los aposentos el arpegio que anunciaba un beso, y en la lejanía podía entenderse el llanto de una mujer, su voz doliente que reclamaba entre lágrimas, los pasos de alguien alejándose con premura por la oscuridad de una calle, un tropel de caballos, el rumor de una lluvia extranjera cayendo sobre los techos.