
Sergio Ramírez
Cada autobús que circula por las calles de Guatemala lleva ahora a un soldado del ejército en traje de fatiga, armado con un fusil automático, como parte del nuevo plan de seguridad ciudadana. Es, desgraciadamente, una de esas medidas de protección de los ciudadanos que no puede durar toda la vida, y que si no tiene como resultado tangible la disminución drástica de las red, está destinada a fracasar, junto con todo el plan de seguridad.
Pero más que eso, está de por medio la aplicación de la pena de muerte. Será al presidente Colom al que toque de ahora en adelante, de acuerdo con la ley, autorizar cada ejecución, un poder que nunca propuso tener durante su campaña, y que ahora sus adversarios ponen en su mano.
Un instrumento de eficacia dudosa, como tantas veces se ha demostrado, y que seguramente abrirá un enconado debate, tanto en Guatemala como en el resto del mundo. Sobre todo tratándose de un país donde el respeto a los derechos humanos ha sido siempre cuestionado, y los instrumentos de justicia resultan de poca confiabilidad.
El arzobispo de Guatemala, Monseñor Rodolfo Quesada, ha dicho al oponerse a la resolución de los diputados que restablece la pena de muerte: "Si la justicia fuera ecuánime y pareja, sin auto-amnistías, más de algún personaje de nuestra historia pasada y reciente hubiera ya pasado por la cámara letal". Verdad como una catedral.
La pena de muerte no resolverá nada. Sólo el triunfo de la propuesta de dejar atrás el túnel de la pobreza endémica que aflige a la gran mayoría de la población, al tiempo que se construye un sistema de justicia real, puede hacer que el monstruoso tamaño que el crimen tiene hoy en Guatemala sea reducido.
Eso toma mucho años, más allá de los que el presidente Colom tiene como mandato. Pero alguien tiene que empezar.