
Sergio Ramírez
La violencia asola a Guatemala, una mezcla de resabios de la vieja violencia política ejercida desde las sombras del poder, y que buscaba eliminar adversarios bajo la doctrina de la seguridad nacional, mientras duró la insurgencia armada; de violencia criminal común, encubierta no pocas veces bajo la sombra del poder; de violencia callejera, sobre todo la de las pandillas de los maras, que libran sus propios guerras a campo raso; y la violencia que patrocina el narcotráfico, el peor de los males porque además de matar, corrompe. Y las víctimas de primera línea vienen a ser las mujeres, asesinadas en las barriadas, y en los prostíbulos y cantinas, un fenómeno que repite en colores aún más sombríos al de Ciudad Juárez.
Pero de acuerdo a las estadísticas que he visto recientemente publicadas, el primer lugar en el ranking de la violencia corresponde a El Salvador, país campeón en hechos de sangre, seguido de cerca por la propia Guatemala, y por Honduras, los tres infestados por las pandillas de los maras; un fenómeno éste del que hasta ahora se libra Nicaragua, donde no hay maras pero sí redes de narcotraficantes que buscan aprovechar su privilegiada situación geográfica. Que las pandillas en Nicaragua no tengan semejante fuerza criminal, con parecidos índices de pobreza y marginación al de esos otros tres países vecinos, es para mí una pregunta abierta.