Sergio Ramírez
Volando hacia el oeste desde Houston en el pequeño y apretado Embrair, el desierto parece prolongase hasta el infinito, la sabana de arena y los matojos secos que se van sucediendo como si el paisaje árido se copiara a sí mismo en espejos calcinantes. Voy hacia El Paso, situado en una esquina donde se acaba Texas y la raya divisoria enseña que comienza Nuevo México, para hablar en un congreso de literatura organizado por la sede local de la universidad estatal.
Pero la cuña debajo es el estado de Chihuahua, arena desolada también, mientras el río Bravo, como figura en los mapas de Estados Unidos, o río Grande, como se llama en los de México, discurre entre ambos países de manera casi invisible, a veces pequeños charcos, a veces un hilo de agua entre las piedras. Es en otros trechos de su extenso curso donde los inmigrantes clandestinos buscan atravesarlo a nado, los morrales a la espalda.
A lo largo de los más de 3 miles kilómetros de frontera hay poblaciones a ambos lados que se aproximan, desde San Diego y Tijuana en el Pacífico hasta Brownsville y Matamoros en el Atlántico, pero en ninguna parte como aquí se trata de la misma ciudad dividida en dos mitades, el antiguo poblado de El Paso del Norte, que en tiempo fue uno solo: de un lado El Paso tejano, provinciano y apacible, del otro Ciudad Juárez, feroz y multitudinaria.
La amiga profesora universitaria que me acompaña en este recorrido a lo largo de la cerca de acero que aparece y desaparece, y a veces es doble, con un espacio intermedio para los vehículos de las patrullas fronterizas, me dice que ella es de los dos lados, y nunca podrá dejar de serlo. Vive y da clases en El Paso, sus padres residen del lado mexicano, y hoy asistirá al concierto de José Luis Perales en Ciudad Juárez.
Estudiantes y trabajadores cruzan los accesos peatonales para ir y volver cada día. "Son mitades indisolubles", me dice, mientras continuamos este extraño recorrido turístico. He querido ver dónde es que Trump intenta construir su muro, pagado, según se ufana, por los propios mexicanos.
Según él, costaría 8 mil millones de dólares. Y calcula que deberá tener entre 10 y 12 metros de altura, equivalente a un edificio de cuatro pisos, "para que sea un muro de verdad". ¿Y cómo lucirá ese muro? "Lucirá bien, tan bien como pueda lucir un muro", responde con implacable lucidez. De todos modos, un poco más modesto en extensión que la muralla china, con sus 21 mil kilómetros; más baja, sin embargo, que el futuro muro de Trump, pues aquella se eleva apenas 7 metros.
El muro de Berlín no corría muy largo, lo suficiente para mantener prisioneros a los habitantes de una mitad de la ciudad, 125 kilómetros de perímetro, con una altura de apenas 3.6 metros, puro hormigón armado. Un muro para no dejar salir a la gente. El de Trump será para no dejar entrar, igual que la muralla China, destinada a impedir el paso de las hordas de mongoles y manchurianos. Inmigrantes mexicanos y centroamericanos, he allí las nuevas hordas que ahora se toparán en medio del desierto con esa alta pared, lisa, inexpugnable.
Para los amigos residentes en El Paso, mexicanos y latinoamericanos de origen, como la profesora que me acompaña a la excursión, el tema inagotable es el muro de Trump.
Para unos es más bien que físico, ideológico. Un muro construido en la mente. Un muro que excluye, que discrimina, y que se articulará a través de un conjunto de decretos, leyes y medidas administrativas para contener la ola migratoria, y a la vez para buscar como expulsar al menos una parte de los 11 millones de inmigrantes ilegales.
Para otros, se trata de algo imposible, que se quedará en la mente de quienes se aferran a la nación blanca, incontaminada de inmigrantes latinos pobres. Expulsar a tantos millones de ilegales sería una empresa absurda, para la que no darían abasto los 15 mil nuevos agentes de migración que Trump ha ordenado contratar.
Pero estos son otros Estados Unidos, sin duda. No se trata sólo de los inmigrantes, sino de las libertades públicas, de los derechos civiles, del temor a una autocracia.
¿Una autocracia en Estados Unidos? Mis amigos universitarios asienten, ensombrecidos. Ven el peligro cernirse sobre sus cabezas, y tienen la esperanza de que la gente, apoyada en las instituciones, resistirá cualquier embate autoritario.