Sergio Ramírez
Este mes de enero murió en Berlín el pintor Dieter Masuhr, nacido en el año de 1939. En un tiempo solía ganarse la vida como guía de turistas alemanes en Birmania, Indonesia y Singapur, y allí adquirió una extraña enfermedad provocada por un virus, hermana gemela del Alzheimer, que por largos diez años fue consumiendo su memoria, y su vida.
Lo encontré por primera vez, recién llegado yo a Berlín en agosto de 1973. Desde las ventanas del apartamento de la Bregenzer Straße en Wilmersdorf, que compartía con su compañera de entonces, Sophie Gerlard, entraba el esplendoroso verano. Debimos entendernos en inglés, porque ni él hablaba español ni yo alemán, y luego, gracias a su terca constancia, no tardó en aprender el español, mejor de lo que yo alguna vez lo logré con el alemán. Pude conocerlo desde entonces como un romántico inconforme, siempre del lado de los débiles, de aguda inteligencia y dueño de una franca ironía transparentada en su sonrisa y en sus despiertos ojos celestes.
Desde aquellos años de Berlín empezó entre nosotros una honda amistad que duró a lo largo de más de cuarenta años entre encuentros y silencios. Y esa amistad hizo que viniera a compartir conmigo los azares de la revolución nicaragüense, identificado con la rebeldía de un país pequeño y humillado que buscaba sacudirse una dictadura de medio siglo.
Cuando abandoné el exilio de Costa Rica en 1978 para regresar a Managua con el grupo de Los Doce, que desafiaba a Somoza, Dieter estuvo a mi lado, corriendo los mismos peligros, de escondite en escondite. De entonces data el retrato al óleo que hizo a los miembros del grupo, parte hoy de la historia de la revolución, y que guarda el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica.
Luego, en las trincheras del Frente Sur, donde los combatientes sandinistas pugnaban por romper las líneas del ejército de Somoza para avanzar hacia Managua, dibujó decenas de retratos de los combatientes, muy jóvenes en su mayoría, trazos con pluma de ganso que quedaron en el libro Los ojos de los guerrilleros, que es parte también de la historia de la revolución.
Tras el triunfo del 19 de julio de 1979 se quedó en Nicaragua, empeñado en tareas de cultura, en un momento en que estaba todo por hacer. Fue huésped por varias semanas de mis padres en mi pueblo natal de Masatepe, entonces solos en la casa de mi infancia. Les hizo unos retratos a pluma que a Dieter no le gustaban tanto, pero que a mí me parecen fascinantes, porque es el alma de mis padres la que habla en esos trazos rotundos de su mano; y también hizo otro de mi hijo Sergio, también a pluma.
Pintó a lo largo de sus años en Nicaragua muchos de sus cuadros, entre ellos un panel donde aparecen los poetas del país, no todos, porque ya se sabe que son legión. Uno de los que figura en el retrato, José Coronel Urtecho, escribió entonces un hermoso texto que se llama Siendo pintado por Dieter Masuhr. De entonces son también no pocos de sus paisajes más notables, vivos retratos de los desolados veranos nicaragüenses, de los montes, volcanes y lagos.
Antes de nuestro regreso a Nicaragua en 1975, al cabo de nuestros dos años inolvidables en Berlín, mi mujer Tulita y yo posamos para el primer retrato al óleo que nos hizo. Lo guardó muchos años en Hinterzarten el amigo común que nos puso en relación a Dieter y a mí, Peter Schütze-Kraft, quien nos lo trajo a Managua años después.
El segundo retrato de pareja data de los años noventa, pintado en su taller de Falkensee, en la Daimlerstrasse, un viejo taller de carpintería abandonado al que él volvió a darle vida. Así lo recuerdo en mi cuento La partida de caza, de mi libro Catalina y Catalina:
"La luz del naciente verano entra por los grandes ventanales que Dieter hizo abrir cuando alquiló el taller y baña el retrato colocado con anticipación en el caballete de pino. Aparecemos más viejos en la tela, claro está, y quizás más tristes, y yo más gordo, a diferencia del otro que nos hizo en 1975, antes de despedirnos de Berlín tras nuestra estadía de dos años. Dieter nos muestra también el retrato que le hizo a Kenzaburo Oé, el gran escritor japonés, ganador del Premio Nobel. Ha retratado usted a mis antepasados, fue su comentario cuando lo vio en el caballete, una vez terminado".
Y por último, el retrato de Tulita, de gran formato, que cuelga al lado de la ventana de mi estudio en Managua, frente a la que escribo todos los días. Lo pintó en Managua en aquellos años ochenta de la revolución. Es un retrato espléndido, que habrá de acompañarme toda la vida. De modo que mientras escriba, Dieter estará siempre al lado mío, con su mano invisible que sigue repitiendo esos trazos maestros.