Sergio Ramírez
III. Puertas que van cerrándose
Memoria e invención van tan juntas en la novela, que no pueden verse las costuras de la escritura, y cuánto me seduce esa crónica de la noche del campeonato de la serie de beisbol del Caribe en ese viejo estadio de San Juan, que de tan coqueto parece siniestro, porque en eso soy parcial. Yo mismo soy el niño que entra a las graderías de la mano de su padre, deslumbrado por los fanales de las torres en la noche tropical.
Las puertas van cerrándose una tras otras a medida que volteamos las páginas de la novela. No hay salvación para nadie. De pronto, Edgard, el arquitecto, que no es más que un amanuense del relato, se nos vuelve un personaje estrafalario, y trágico como lo es el personaje de su padre. Quiere construir una piscina en su modesta casa de campo preparando el retiro de su edad madura, una piscina entre las verdura de los montes, a ras del horizonte. Su amante lo observa haciendo sus medidas ycálculos. Pero, en verdad, lo que prepara es su tumba. La amante, que pasará a ser la voz cantante de este treno fúnebre final. Lo que Edgard quiere es una piscina profunda, una fosa.
Y el lector queda agradecido por la sorpresa. Que el arquitecto que sucumbe ante la pesadumbre y la soledad en que ha vivido envuelto desde niño, no flote muerto en la piscina desde la primera página, como William Holden en la primera escena de Sunset Boulevard.