Sergio Ramírez
I. Una piscina muy honda
En el vuelo entre Madrid y Panamá, ensayo a hacer uso de mi tableta, novedad de la que me hago cargo sin remedio, para leer la novela La Piscina, que su autor, el antillano de corazón y profesión, Edgardo Rodríguez Juliá, me ha enviado como primicia, y que pronto aparecerá publicada en Buenos Aires por la editorial Corregidor.
Fue, en primer lugar, una lectura bajo el encanto de reconocer al escritor curtido que enseña sin alardes la maestría de su oficio, y a la vez llena de desazón, porque su universo está
poblado siempre de fantasmas incómodos, esqueletos que no terminan de acomodarse en el closet.
Hay un arquitecto que se llama Edgardo, casi como el autor, apenas la diferencia de una letra final, en cuyas entrañas oscuras no entraremos sino a finales de la novela. Pero es él quien en
la primera página nos lleva de la mano a visitar a su padre moribundo, ese mulatón que siempre vivió escondido de sí mismo, en tierra de nadie, buscando complacer a los demás con su conducta obsequiosa que raya a veces en el servilismo, y hasta en la abyección. Es entonces, en el umbral de ese cuarto de hospital, cuando se abre ante los ojos del lector una cortina turbia que, sin embargo, deja todo siempre en penumbras melancólicas.