Joana Bonet
Orden y visibilidad. Brevedad, que no levedad. Inmediatez. El mundo se resume en un lápiz lector. En un pin con el cual obtienes de forma instantánea la promesa de una identidad social. En una onomatopeya como el sonido de la tarjeta de crédito al pasar por la ranura de la máquina. Siempre nos han seducido las listas, pero nuestros tiempos sobreinformados las han elevado casi a la categoría de género literario. Gustamos de la enumeración y la yuxtaposición, sin el estorbo de un argumento. A vista de pájaro, navegamos por las noticias más leídas del día -¡esa dimisión humana de lo poco original que sobrevalora la cantidad frente a la calidad, aun cuando braceamos por ser únicos!-. La irreprimible curiosidad de conocer los libros más vendidos o las mujeres más atractivas del mundo -¿a alguien en verdad le importa que Mila Kunis sea la más sexy según Esquire o Beyoncé para People?-.
Por no hablar de las más influyentes según Forbes con su top ten previsible y soporífero: ¡cómo no va estar Angela Merkel! Hay listas existenciales, del estilo de la que escribió Coixet para su protagonista de Mi vida sin mí -las diez cosas que te gustaría hacer antes de morir-, al igual que las Bucket lists, que toman su nombre de una película en la que dos enfermos terminales registran sus deseos por cumplir, todo un fenómeno. Listas que unen: New Musical Express proponía a sus lectores digitales el pasado viernes elegir las canciones que “les hacen llorar”. O que abren boca, como la de los 50 mejores restaurantes del mundo, según la revista Restaurant, una de las pocas en que los españoles salimos bien parados. El almanaque Schott’s Original Miscellany, la biblia de las listas, recoge desde cómo decir “te quiero” en 43 idiomas hasta la relación completa de los gases nobles.
Las listas producen sosiego y estímulo a la vez. Comprimen la intención y al tiempo la jerarquizan. En los museos, algunas son un objeto artístico. Su naturaleza contradictoria las hace sexis, y adaptables a cualquier cerebro. Para los niños, parece un juego recitar el alfabeto, sobre todo al llegar a la “o-p-q” cuando sube el tono. Y cuán placentero resultaba estudiar las capitales del mundo como si al memorizarlas la tierra cupiera en nuestra cabeza. Porque las listas cartografían un mundo de conocimiento, pero también nos permiten ejercer filias y fobias, aplauso y silencio. Claro que cuentan una historia entre líneas: lo que eliges y lo que descartas. Aunque a menudo lidiamos con viejas listas que, indolentes y paralizadas, arrastran asuntos pendientes, esos nombres que ilusoriamente pasan de página cada semana y cuya esperanza es que se acaben cayendo de la lista.
(La Vanguardia)