Sergio Ramírez
Qué diferentes los santos verdaderos de esos que ya los Evangelios llaman “sepulcros blanqueados”, tan limpios en apariencia por fuera, y corrompidos por dentro. Fingir la perfección mientras se condenan con intransigencia las faltas ajenas, tal como en el caso del rígido senador Craig.
La imperfección, que está en la esencia de la condición humana, y también la duda, la falta de certeza. Por eso, si uno ya tenía suficientes razones para admirar a la Madre Teresa de Calcuta, ahora, ante la publicación de sus cartas en el libro recién aparecido Ven y sé mi luz, esas razones vienen a crecer mucho más. Porque dudaba. Sentía que a veces no creía en Dios, una fe que en ella, como religiosa, se supone cerrada e inquebrantable.
Sólo los farsantes se afirman en la certeza absoluta y niegan la duda. Desde lo hondo de una vida entregada a los miserables, esta mujer habla en sus cartas de oscuridad y soledad, los vacíos del alma que también sintieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La noche de los sentidos. Un estado de tortura para quien siente que no creer es la peor de las frustraciones, desde luego que sus vidas están hechas para creer. Por tanto, frente al gran vacío, no le queda sino el sentimiento de la falsedad y la hipocresía, el rostro del incrédulo debajo de la máscara del creyente; una máscara cuyo peso la atormenta.
“El silencio y el vacío es tan grande que miro y no veo, escucho y no oigo”, dice en una de sus cartas más conmovedoras. Para ella, ceguera y sordera son lo mismo que el infierno.