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La democracia como mentira

Por 6 de abril de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Después de padecer largas dictaduras militares a lo largo del siglo veinte, la recuperación, o edificación, del estado de derecho en América Latina pareció ser la meta a conseguir como salvaguarda de un futuro en que democracia y desarrollo pudieran caminar de manera paralela.

La aspiración de finales del siglo veinte fue hacer que la realidad política respondiera a la letra de las Constituciones, un ajuste en el que habíamos fracasado desde los días de la independencia. Ni más ni menos, regresar al siglo diecinueve para poder tener siglo veintiuno, recuperando el cúmulo de ideas que habían fundado las repúblicas liberales.

Las democracias empezaron a funcionar basadas en el regreso al fundamental derecho de elegir, y a partir de allí fue necesario probar la eficacia de las instituciones, como salvaguarda para evitar el temido regreso al arbitrio de una sola persona mandando por encima de las leyes. Esta había sido la persistente realidad impuesta desde el siglo diecinueve, que acabó con el sueño benéfico de la majestad de las Constituciones, algo que a los caudillos siempre les pareció una tontería infantil.

Pronto se descubrió, antes de que se cerrara el siglo veinte, que la institucionalidad democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras militares solamente donde esa institucionalidad había prosperado antes, como en Uruguay o en Chile; pero donde históricamente había sido débil, o apenas existente, era difícil reinventarla, como en la mayoría de los países centroamericanos.

En otros, como en Venezuela, era el agotamiento del sistema democrático, desprestigiado por la corrupción, el que habría paso a nuevas propuestas que con el tiempo vinieron a probar su dramático fracaso. Pero tampoco el populismo, proclamado con pompa revolucionaria, venía a ser nada nuevo en América Latina; ya lo conocíamos desde tiempos de Perón, Getulio Vargas y Rojas Pinilla.

También aprendimos, o recordamos lo que ya la historia enseñaba: que la “democracia populista” no es más que un seudónimo del autoritarismo, o una etapa previa antes de entrar en la dictadura sin apellidos. Si hay concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de expresión; si hay miedo de los ciudadanos, si la corrupción descompone a la autoridad, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a la represión sangrienta no hay más que un pequeño paso. Y el populismo no es más que el celofán en que se envuelve ese regalo envenenado.

Pero otro elemento, para nada sorpresivo vino a sumarse, y se expandió con fuerza de incendio: la corrupción, tan integral a la propia democracia recuperada, como si fuera parte de ella; en muchos sentidos, porque la propia debilidad institucional, que incluye la falta de transparencia y de controles sobre la voracidad de no pocos de quienes suelen ascender al mando, la facilita. Y la fiesta sigue. Sino veamos el caso de Petrobras en Brasil.

El electorado parece padecer de una incurable nostalgia por los gobernantes juzgados y condenados por corrupción. Allí tenemos el reciente regreso triunfal a Guatemala del ex presidente Alfonso Portillo, recibido multitudinariamente en el aeropuerto tras cumplir en Estados Unidos una condena por lavado de dinero, bajo propia confesión.

El panorama se agrava con la incidencia pertinaz del crimen organizado, que alienta la corrupción en todos los estratos, como en México, donde los narcocarteles han minado el estado de derecho. Y en no pocos países envuelven en sus redes a magistrados, fiscales,

policías, ministros, porque los narcodólares tienen un peso desproporcionado capaz de descalabrar el andamiaje institucional. Es una hidra de múltiples cabezas que apenas le cortan una retoñan cien; una hidra capaz de asesinar masivamente, incinerar, desmembrar, decapitar, tan eficaces en crueldad como los sicarios del califato islámico.

Hay que hacer que el estado exista, volviéndolo visible; sino, tiende a ser sustituido, en los barrios por las pandillas juveniles criminales, como en San Salvador o San Pedro Sula, en los municipios y en las áreas rurales por los propios jefes narcos, que actúan como si fueran el estado pero al margen del estado. Es una anarquía concertada, que aparenta orden, pero es un orden impuesto por el miedo y el terror.

Si los narcos establecen escuelas, clínicas, sistemas de agua potable, es porque el estado ha fallado en su función esencial de hacer eso mismo. Pero para que recupere su soberanía interna, debe funcionar primero como un verdadero estado democrático.

Se impone concertar planes a largo plazo, sin interponer identidades ideológicas. El desarrollo estratégico de un país incluye no sólo las inversiones, el crecimiento de la economía y la calidad y la extensión de los programas sociales, sino también la seguridad pública vista como un modelo diferente, no solamente represivo.

Seguridad ciudadana significa crear vínculos activos con la comunidad. Los narcos no son marcianos, nacen y crecen en las comunidades pobres, tienen vínculos afectivos con los suyos, y saben ejerce el populismo. El estado debe vincularse socialmente con esas comunidades. Las fuerzas especiales de tarea, enmascaradas con pasamontañas, seguirán fracasando en la prevención y el control del delito si el estado no piensa primero en la integración, la transformación social y la eliminación de la pobreza crónica.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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