Sergio Ramírez
Rubén Darío descubrió El Quijote en un viejo armario a los diez años de edad, y lo leyó, lo cual prueba que cuando se cae bajo el encantamiento de un libro no arredra el número de páginas, ni importa la edad que se tenga. A lo largo de su vida volvería a él otras veces, un mundo que será para él como "la vida y la naturaleza".
Naturaleza en dos sentidos, el mundo que nos rodea, y el modo de ser natural a la hora de narrar, lejos de afectaciones que generalmente esconden ignorancia. Un escritor natural es aquel que sabe de qué está hablando. Habla al oído del lector, no se desgañita.
Los mundos muertos, los decorados que huelen a pintura o a vejez, tarde o temprano serán comidos por la polilla, porque lo falso no sobrevive. En cambio, el mundo insuflado de vida por virtud de las palabras, y que se parece a la vida, o es como la vida, es el que está destinado a perdurar.
Cervantes cuenta la historia de un hombre de hacienda mediana y vida sencilla que pierde la cordura por culpa de las historietas de entonces, como alguien que hoy se dedicara a leer sin tregua las aventuras de Supermán o a ver una y otra vez las películas de El hombre araña, se vistiera con sus atuendos extravagantes, y saliera a las calles a imitarlos tratando de volar o de subirse por las paredes.
El tiempo ya muerto de los caballeros andantes entra con don Quijote en el tiempo real contemporáneo, y entre ambos se produce un choque, y no se destruyen por la naturalidad de esas historias disparatadas, y por tanto asombrosas; pero frente a la locura que pasma, Cervantes se ríe de manera sosegada, y al tomar distancia de ese mundo estrafalario con la risa, que está lejos de ser una risa malvada, o jayana, nos enseña a ser compasivos, y nos acostumbra a contemplar con naturalidad la maravilla.
Es lo que dice García Márquez, que en Cien años de soledad lo que hizo fue copiar la naturalidad con que en su casa oía contar las historias más sorprendentes como si fuera asunto de todos los días: "había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos…con una seriedad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando". De esta manera es que el mundo cervantino de La Mancha tiene su continuidad en el Caribe.
Cervantes sabe que hay dos piedras que es necesario frotar para producir el chisporroteo: la del mundo cotidiano, y la del mundo inventado; ambos, bajo su apariencia inocente, están llenos de vida, de risa y de drama. Conoce el mundo cotidiano porque vive en él, como protagonista: fugado de la justicia por malherir a un hombre, herido en batalla, de lo que quedó manco; prisionero en Argel y liberado bajo rescate; casado con mala fortuna; burócrata requisando vituallas para la guerra; preso otra vez bajo acusación de apropiarse de dineros públicos. Y es en la cárcel donde concibe El Quijote.
En el Quijote la invención se trasiega cada vez más en la realidad en la medida en que avanzamos en la lectura. En la primera parte, Ginés de Pasamonte es un bandido inventado; en la segunda Roque Guinart es un bandido real, cuyas hazañas están en las crónicas de la época.
Mundo de embusteros donde no faltan las cofradías de ladrones celosos del honor, vendedores de oraciones de poder infalible, cómicos de la legua, monos adivinos que tienen concierto con el demonio y por eso conocen las vidas ajenas, estudiantes de fondillos rotos y habla espesa de latines, tinterillos lenguaraces, y damas famosas como Dulcinea, que crían puercos y huelen a cebolla, sólo porque han sido trastocadas por la mano de algún mago.
Pero ningún mago equipara a Cervantes en el arte de trastocar la realidad y entregarla distinta al lector, más esplendorosa y llena de encantamientos y encantos. Por eso lo celebramos siempre. Una celebración perpetua.