Sergio Ramírez
Enseñaba formas de inconformidad y rebeldía en contra del statu quo. Aquellos despreocupados ácratas, Oliveira a la cabeza, que hablaban de todo y venían de todas partes, entraban por su cuenta en el paisaje de inconformidad general donde Rayuela cabía junto a los ruidos que aún no se apagan del concierto de Woodstock, los gritos de histeria que recibían a los Beatles en los escenarios, las protestas por la guerra de Vietnam, las marchas encabezas por Martin Luther King. No eran tiempos de sosiego, y Rayuela era tampoco una novela tranquila que se pudiera leer en un par de días y luego meter en un estante y olvidarla.
Y entre dictaduras militares y mediocridad cultural, gobiernos corruptos y malos escritores, opresión económica y opresión cultural, no había diferencias perceptibles para quienes velábamos nuestras armas entonces. Y Rayuela ofrecía reglas útiles para quienes en aquellos años fervorosos empezábamos a la vez el camino de la acción política y el de la acción literaria. Entre ambos, no podíamos percibir muchas diferencias, desde luego que la palabra compromiso y la palabras causa hacían de la acción política y de la acción literaria una sola acción.
Cortázar colocó cargas de dinamita en toda aquella armazón fosilizada. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas. Y a los cronopios tocaba intentar las revoluciones, en nuestras propias vidas, y en la vida de todo lo que nos rodeaba.
Un libro de iniciación que igual que su autor seguirá botando años por el camino. Sólo hay que leerlo, o volver a leerlo empezando, eso sí, por el primer capítulo. Allí comienza su eternidad.