Sergio Ramírez
Todos en la austera sala escuchaban sus palabras de contrición como si se hallaran en el recinto de una iglesia a la hora de un funeral. No se concedió a él mismo ningún resquicio donde pudieran quedar escondidas fragilidades o debilidades humanas, haciendo profesión de fe en la perfección de conducta, como quien se azota los lomos con el silicio.
Cumplía la rígida regla de que aquel entre los famosos, político, estrella de cine o deportista, que es descubierto en sus pecados de infidelidad, tiene que pagar con el arrepentimiento público. Es el precio del escándalo, y el gran tribunal que observa al penitente en las pantallas de televisión, desde los bares y restaurantes, y desde las salas de los hogares, exige la humillación total o nada. Igual que los grandes patrocinadores, que antes de restablecer su confianza comercial en la imagen del pecador, exigen que esa imagen sea debidamente lavada de culpas.
Su madre fue la única que pareció menos exigente, y más terrenal: "No ha matado a nadie, no ha hecho nada ilegal" dijo al final del acto de fe. Y el tigre, con la cola entre las piernas, desapareció tras el cortinaje azul al fondo del escenario.