Sergio Ramírez
Desde el triunfo de la revolución sandinista en 1979, Nicaragua dependía de los suministros militares del campo soviético para sobrevivir. Ahora Gorbachov consideraba a Nicaragua una carga pesada, y quería aliviarla, dispuesto a entenderse con Reagan aún sin la venia de Ortega. Había ya un agotamiento del servicio militar obligatorio como recurso para seguir alimentando al Ejército Sandinista, y seguían creciendo la inflación y el desabastecimiento; y mientras se mantenía el bloqueo de los Estados Unidos, las fuentes soviéticas que incluían petróleo, materias primas, insumos agrícolas, empezaban a cerrarse. Ortega no podía ganar la guerra, pero tampoco podía permitirse perderla, de modo que la salida única que tenía era la salida política.
La salida de negociar, entrando por la puerta que le habrían los acuerdos de Esquipulas, lo que implicaba hacer sustanciales concesiones internas en Nicaragua, algo que equivalía a que se cayeran las estrellas. “Primero se caerán las estrellas antes que negociar con los contras”, era parte del discurso oficial.
Reformar la Constitución Política recién promulgada para adelantar las elecciones, reformar la ley electoral, dictar una amnistía general, dar paso a la participación de los contras en la vida política, permitir un proceso electoral abundantemente vigilado por observadores internacionales. Todas esas concesiones, a la postre no significaron otra cosa que la pérdida del poder por la vía electoral, como ocurrió en 1990, la mejor prueba de que los acuerdos de paz habían triunfado.