
Sergio Ramírez
La noche de julio del 2004 en que se encuentran en el vestíbulo del hotel de Boston, Obama le ha dicho a Lévy que nunca se debe ir más rápido que la música, que los Estados Unidos es un país de carreras meteóricas, pero efímeras, y que a lo mejor su esplendente discurso en la convención sería olvidado, porque el mes entrante otro estaría bajo las reflectores. Pero Lévy advierte que no está hablando en serio, y que con su postura de marcar la distancia de cualquier grupo racial, algo importante puede ponerse en juego en el futuro. ¿Será Obama el primer negro en entender, se pregunta, que en lugar de usar la culpa, como víctima, debe usar la seducción, la esperanza en lugar del reproche? ¿Sería aquel el comienzo del fin de las ideologías basadas en la identidad racial?
No la ausencia de identidad, en lo que Lévy se equivoca, sino la búsqueda de una síntesis trascendente, escuchando primero la voz de la historia. Por eso en su discurso de Filadelfia sobre la raza cita a William Faulkner, el gran novelista blanco del profundo sur de los esclavos negros. "El pasado no está muerto ni enterrado", dice Faulkner. "De hecho, no es ni siquiera pasado". Y el mismo Obama advierte entonces que tenemos que cargar con nuestro pasado, sin convertirnos en víctimas de ese pasado. Y que los sueños de uno no tienen que realizarse a expensas de los sueños de los demás.
Es Rosa Parks, la costurera negra, la que habla ahora, sentada por fin en las filas delanteras del autobús que recorre las calles de Montgomery.