
Sergio Ramírez
Mientras nos acercábamos desde Masaya por la carretera, que al dejar atrás las vecindades del volcán Santiago toma una recta en suave descenso hacia el valle de Gottel, en perpendicular al cono del volcán Momotombo, las columnas de humo de los incendios se veían ascender lentamente en el cielo limpio del amanecer. A contramano, caravanas de camiones y camionetas de acarreo transportaban heridos con rumbo a los hospitales de Masaya y de Granada, y comenzaba el éxodo en toda clase de vehículos arracimados de muebles, colchones, y trastos de cualquier especie, mientras otros se alejaban en motocicletas, bicicletas, y aún carretones de caballos.
El paisaje tenía es inocencia inmóvil que sucede a las tragedias, la naturaleza imperturbable que no se da por enterada. Una pasmosa indiferencia que no repara para nada en el dolor y en la muerte.
Cuando entramos a Managua, en los cruces de las esquinas, con los semáforos apagados, no había ningún caos. Los conductores, todos en alguna labor de auxilio o rescate, a pesar de su prisa esperaban pacientemente que se cumpliera el tiempo que los hubiera dado la luz roja, y hasta entonces arrancaban. Era como presenciar un milagro de orden y prudencia en un país siempre anárquico en todo.