Sergio Ramírez
La mancha de aceite, o de sangre, viene extendiéndose desde el río Suchiate, que marca la frontera de Guatemala con México, un verdadero hervidero donde se cruzan los caminos del transporte de las drogas protegido con celo criminal por los propios carteles, de las bandas paramilitares de los Zetas, de las bandas que roban la droga a los carteles, de los coyotes, los traficantes de personas que llevan bajo paga a los inmigrantes pobres que buscan el sueño americano en viaje hacia Estados Unidos, y ellos mismos son cómplices de los Zetas en robarles y asesinarlos. Las llamas del infierno se extienden y avanzan hacia el sur de Centroamérica, y ninguno de sus países puede asegurar que va a librarse para siempre de la violencia desmedida que el tráfico de las drogas trae consigo, y de sus consecuencias letales, asesinatos, corrupción gubernamental, lavado de dinero.
Carlos Fuentes se preguntaba qué pasa cuando la droga logra atravesar la frontera de México con Estados Unidos, hacia donde finalmente va destinada. Los cargamentos se pierden en el misterio, hay redes que distribuyen la cocaína en cada uno de los estados de la unión hasta llevarla a todos los hogares, igual que el lechero hace con la leche, según escribió una vez Gabriel García Márquez. Pero el velo del enigma no se levanta. Miles de millones de dólares que los consumidores pagan por su ración diaria, y que son necesariamente depositados en algún banco, invertidos de alguna manera, reexportados de regreso a los países productores. Nada sabemos acerca de los tentáculos de este negocio, y muy pocos van a la cárcel por dirigirlo, o participar de él.
Es hora, pues, de sacarle el agua al pez para que muera de asfixia.