Sergio Ramírez
Ha vivido al lado de unos seres humanos complicados, como ella misma dice, y por medio de su libro busca reconciliarse con ellos, unos seres que la vida puso en su camino cuando la encontraron en un orfanato, y no busca ajustar cuentas, sino comparar cuentas; saber, entender, comprender, ponerse en paz. ¿Pero lo consigue? Mi identidad estaba en ellos, no tenía por qué buscarla en otra parte, le dice a Juan Cruz en la presentación del libro en Casa de América en Madrid el 28 de septiembre de 2010. ¿Pero la encuentra?
En su voz apagada de doble acento español y chileno hay pesadumbre, una cierta fatiga que no puedo dejar de notar ahora que me siento a ver el video de esa presentación, triste Pilar hasta cuando ríe. Juan le dice que hay una triple delicadeza en el libro, ética, psicológica y literaria, y es cierto, pero no puede tampoco dejar de haber desasosiego para quien se asoma a una tumba sin quietud aunque su intención sea, como ella afirma, dejar atrás los fantasmas molestos que sigue cargando, el del padre atormentado, el de la madre alcohólica. Un padre que alguna vez le ha dicho: "eres más madre mía que yo padre tuyo"; y mientras lo recuerda, tras la ventana de cortinas de gasa que está a sus espaldas, ha caído ya la noche en Madrid.
El viaje de Pilar a Ítaca es el viaje de regreso a Calaceite, el pueblo de Teruel donde vivió los años más dichosos de su infancia, al menos en sus recuerdos porque la memoria falsifica también la dicha; un viaje que ya no pudo hacer sino en la muerte, la moneda de cobre en la mano para pagar el óbolo al barquero. O dentro de la boca, en la lengua, como las palabras.