Sergio Ramírez
Pero el juicio de Dickens es, antes que nada, un juicio sobre las consecuencias de la revolución en los seres humanos, y los cambios de comportamiento que la historia, en tiempos convulsos, provocó en la gente más humilde. Los pobres se vuelven factores del poder, y pueden decidir sobre la vida de los demás. Pueden abrir el camino a la guillotina. Son los que, como fantasmas de Goya, bailan la carmañola, una danza macabra, al paso de la carreta que lleva al patíbulo a los condenados. La hoja de la guillotina es la que cobra las viejas cuentas de la humillación. Y la grandeza de Historia de dos ciudades reside en el examen de esas vidas, a la sombra del poder que se devora a sí mismo. Las mujeres del pueblo, de la plebe, son las que tejen en sus bordados los destinos de los que van a morir, como las antiguas Parcas.
Historia de dos ciudades, se ubica en tiempos dramáticos en que el mundo está cambiando para siempre. Pero la maldad, de la cual luchan por librarse los protagonistas atrapados en las redes de sus destinos, surge por parejo de los nobles que la revolución derriba, y de los miserables que la revolución exalta. Dickens es un maestro de la condición humana, múltiple en contradicciones.
Hay libros de los que uno recuerda para siempre la primera frase. Historia de dos ciudades es para mí uno de ellos: fue el mejor y el peor de los tiempos; fue la edad de la sabiduría, y
de la estupidez; fue la época de la fe y de la incredulidad; la estación de la luz, y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación…Tanto caló en mí esta frase, desde su primer lectura, que la puse como epígrafe de mi libro de memorias de la revolución sandinista, Adiós Muchachos. No encontré nada más cabal para darme pie a lo que yo quería contar de mi vida en tiempos de ilusiones perdidas.