Sergio Ramírez
Ambos fueron por mucho tiempo los villanos de la historia de la revolución mexicana, sin monumentos ni pedestales, sin calles que llevaran su nombre, sin museos donde se recordaran sus hazañas. Fueron los bandoleros execrables, responsables de asesinatos, arbitrariedades y abusos, enemigos del nuevo orden que era necesario crear. Los malos de la película. La memoria popular lavó sus nombres de culpas sangrientas, y convirtió, si acaso, sus pecados capitales en pecados veniales.
La historia oficial no los toleraba, y los héroes públicos eran los que se habían quedado en el poder, los que representaban al nuevo estado revolucionario en vías de su institucionalización. Carranza, Obregón, Calles, los generales victoriosos, los que se habían sentado en la silla del águila. El brazo que Obregón perdió tras la batalla de Celaya, donde derrotó a las tropas de Pancho Villa fue preservado por años en formalina, hasta no ser piadosamente incinerado. Igual, el general Santana, en el siglo anterior, había ordenado un funeral de estado para su pierna, perdida también en otra batalla. Para quedar en la leyenda, sin embargo, no basta ser asesinado, como fue asesinado Madero, como lo fue Carranza, y como lo fue Obregón, todos ellos, además, a traición.