Sergio Ramírez
En su siguiente novela La casa verde (1966), Vargas Llosa regresa al territorio tradicional de los escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo, que definieron la escritura por espacios geográficas, como si la novela, hija de la naturaleza, fuera la geografía misma, la pampa, la cordillera, la selva, el desierto, los ríos caudalosos sin medida que no se sabe nunca donde nacen. La casa verde se construye en dos de esos territorios, el desierto y la selva, del poblado de Piura en la costa norte peruana a Santa María de Nieva en la selva amazónica, y no falta el río infinito por el que el bandido Fushía, el japonés más famoso del Perú antes de que lo fuera Fujimori, navega hacia su muerte enfermo de lepra.
Igual que en La ciudad y los perros, la novedad está en la manera en que se cuenta, en el lenguaje, en la tesitura de los diálogos que entrelazan historias que corresponden a tiempos distintos. El procedimiento crea el misterio. Y la naturaleza será siempre personaje como antes, pero la desafían los otros personajes de carne hueso, militares licenciosos de bajo rango, prostitutas, contrabandistas y aventureros, como en La Vorágine de José Eustasio Rivera, de tantos años atrás. Una herencia transformada.