Sergio Ramírez
Perseguía al proyeccionista para que me permitiera estar presente a la hora temprana de devanar los rollos, porque siempre llegaban corridos de Managua, ayudaba a abrir los cajoncitos de palo donde viajaban acomodados en sus latas, y después, a la hora de la función, a instalarlos en los aparatos.
Cuando el celuloide tostado de las viejas películas se trababa entre los dientes de la polea y el cuadro se quemaba en la pantalla, calcinado desde el centro como si le hubiera caído una gota de lava, los silbidos se transforman en el corral insurreccionado en una lluvia de piedras disparadas contra la caseta. Me entrené entonces en el arte de desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar el cuadro quemado, pegar la película con acetato, instalar de nuevo el rollo metiendo en la oscuridad la película entre los dientes de la polea, ajustar los carbones y echar a andar el motor, todo en menos de un minuto.
Tenía yo doce años cuando mi tío Ángel se presentó a la tienda que mi padre tenía en la misma casa donde vivíamos, a proponerle que me dejara asumir el puesto de proyeccionista, porque había terminado por despedir al titular por borracho empedernido. Mi tío Ángel no era inocente en las farras del proyeccionista, porque a veces se embriagaban los dos, y cantaban a medianoche tangos a capela por los altoparlantes que instalados encima de la caseta anunciaban a los cuatro vientos del pueblo las funciones.