Sergio Ramírez
España, la extraña, que terminaba en los verdaderos Pirineos, fue siempre el territorio exótico por excelencia, visto desde el otro lado de las altas montañas heladas, toreros en traje de luces, cuchilleros, bandidos, contrabandistas, gitanas arrebatadas y trágicas, todo condensado en la novelita de Prosper Mérimée que Bizet convirtió en la ópera estrenada en 1875, la más popular de todos los tiempos.
Quizás es que esta visión no ha cambiado, sólo ha estado oculta, y el descalabro de la crisis la ha hecho patente de nuevo. El paternalismo siempre está de por medio, y quien regaña al disoluto por vivir alegremente más allá de sus posibilidades, lo insta, con buenas intenciones, a que deje la siesta, la charanga y la pandereta. Las amonestaciones civilizatorias son siempre morales, el buen salvaje es redimible en la medida en que se someta, y entonces podrá convivir en paz con sus semejantes, no importa cuán pintoresco y bullangero siga siendo.
Hace algunos meses, en el Festival América de Vincennes, salieron al escenario en el acto de inauguración, dos grupos de indios, uno llegados de Estados Unidos, apaches o sioux, no lo recuerdo, y otro de América del Sur, aimaras o quechuas, con sus tambores y quenas. Cantaron y bailaron por turnos canciones rituales, y los de Estados Unidos consagraron al final una de sus canciones a Toni Morrison, la premio Nobel de Literatura, como para librarla del mal de ojo. Los indios, de jeans y largas trenzas, llevaban sus teléfonos celulares en el bolsillo, y danzaban con sus zapatos Adidas. El público que desbordaba la sala parecía arrobado.