Sergio Ramírez
He pensado más de una vez en una escena que me llena de nostalgia anticipada. El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempos. El viejo papel de imprenta ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos las páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuaderno que arrastra el viento por una calle solitaria. Y los libros, tersos y amables, que se acarician con sensualidad antes de entrar en ellos, idos también.
Y si ya no leeremos los periódicos y los libros de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos, que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario, nuestra copia del libro, que nos pertenece y pertenece a nuestra biblioteca. Se trata de un periódico y de un libro que pueden apagarse, y lo que tenemos en la mano es un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante.
Ha ido desapareciendo ya, por otro lado, la diferencia entre original y copia, lo cual viene a ser también un cambio de conceptos filosóficos. Cuando sacamos un documento de la impresora, se trata de un original. Todos son originales, todo se repite con la misma virtud primaria, distinto a aquellas copias borrosas obtenidas gracias al papel carbón, más borrosas mientras más hojas metíamos en el carro de la máquina de escribir, ahora otro artilugio de museo.