
Sergio Ramírez
Los gustos por comer y vestirse, los estilos de vivir y transportarse, dependen por supuesto de los ingresos de cada quien, y no pocas veces del buen gusto, o del mal gusto. Mientras más recursos económicos se hallan a disposición de una persona, más podrá envolverse en lujos, y muchos que pueden dárselos pasan desapercibidos precisamente porque no predican en contra del buen vivir, sobre todo cuando mantienen un perfil discreto, y no hacen ostentación. Pero otros, por supuesto, sobre todo en los países asolados por la pobreza, cuando exhiben sus condiciones de vida fastuosas, es como si lo restregaran en la cara de quienes no tienen nada, que son la inmensa mayoría. Es cuando la riqueza adquiere sus tonos ofensivos, y el despilfarro resulta en una humillación para los demás.
Millonarios los hay de toda clase y tamaño, basta leer las listas de la revista Forbes. Ricos austeros que terminan eliminando el color de sus corbatas para ponérselas siempre de luto, mientras reducen el color de sus trajes al gris, o precipitándose hacia lo estrafalario, dejan de cortarse los uñas y el pelo y terminan sentados a la mesa todos los días frente a un plato de sopa Campbell, como el multimillonario Howard Hughes del que ya hablamos aquí una vez. Y los nuevos ricos, que quieren ponérselo todo al mismo tiempo, exhibir todo lo que tienen, de los que tenemos tantos especimenes en nuestras tierras.
Pero vuelvo otra vez a las figuras de la política. ¿Qué pasa cuando un socialista de la más fiel ortodoxia exhibe sus lujos sin sonrojo, y sus preferencias por lo más exclusivo y caro?