Sergio Ramírez
Aurora es una albacea férrea y formidable que sabe que tiene una tarea que solamente ella puede cumplir, no importan sus noventa años que parecen tan fingidos, como le parecieron al chofer de taxi, y que sabe recordar tan bien, y con tanta gracia y precisión, sus años al lado de aquel que nunca dejaba de crecer y parecía siempre tan joven, según el recuerdo de Carlos Fuentes cuando fue a buscarlo la primera vez a su domicilio en Paris, temprano de los años cincuenta, y vino a abrirle un gigante con cara de adolescente pecoso al que preguntó por su papá, y era, claro, el propio Cortázar.
Es el mismo que se pasaba el día metido en una bata verde de andar por casa, herencia de su abuela, y por tanto ya vieja y gastada, y que no permitía que nadie tocara, cuenta Aurora, hasta que en una de tantas a ella se le ocurrió meterla en la maquina lavadora, y la bata salió de aquel proceso de limpieza tan encogida, que no era ya la prenda para un gigante casero sino para un niño, el mismo que solía preguntarle a Aurora noticias de la calle, que le contara cosas de afuera, del mercado, de la peluquería, de la gente que concurría a entregar prendas a la tintorería. El mismo que escribía sus cartas a mano cuando la Maga dormía para no despertarla con el tableteo de la maquina, según Fuentes.
Los recuerdos de Aurora Bernárdez al lado de Cortázar en su papel de la Maga guardiana, el relato de sus lecturas literarias, de su experiencia de traductora, una de las memorables traductoras a la lengua española, darían para todo un libro que ella, sin embargo, se niega a escribir, ni siquiera a dictar, igual que rehúye las entrevistas que a veces da por rareza, como la que le hizo Juan Cruz en estos días de Madrid.
Pero es la Maga, la misma que sonríe siempre sin sorpresa. Y sus cuentas pendientes son todavía largas.