Sergio Ramírez
El nombre y la efigie de Voltaire están por todas partes en Ferney, estatuas, calles, plazas y negocios, y su palacete es un lugar de peregrinación, convertido ahora en museo bajo el cuido del estado francés, tras haber pasado por varias manos a lo largo de los siglos, y haber amenazado no pocas veces ruina, toda una peripecia que empezó cuando su sobrina y amante, Madame Denis, la vendió apresuradamente tras la muerte de su dueño, acaecida en París a sus 84 años, y adonde había regresado por primera vez en mucho tiempo.
Voltaire prefería llamar castillo a este palacete de proporciones y decorados más bien modestos, rodeado por un hermoso parque que no tienen sin embargo ninguna de las suntuosidades de Versalles, como él pretendía, pues también se pensaba un rey en competencia con Luis XV, el rey Voltaire, el libre pensador radical que enderezaba sus baterías poderosas en contra del absolutismo, del oscurantismo religioso, y de la intolerancia, que gustaba sin embargo de los placeres y halagos de la vida de la corte, y por eso estableció la suya propia en Ferney.
Era un hombre rico para sostener semejante tren, empezando por una mesa a la que sentaba doscientos comensales, mucho de ellos sus huéspedes alojados en el palacete, llegados de diversas partes de Europa en peregrinación. Sobre las fuentes de su riqueza, que para empezar la permitió edificar el palacete, se cuentan muchas historias, pero hay una que me seduce, y es que ganó cinco veces la lotería gracias a su dominio de los cálculos matemáticos, aprendidos gracias a las enseñanzas de su amante ilustrada, la marquesa de Châtelet, estudiosa de Newton.