Sergio Ramírez
La imagen deportiva que Tiger Woods vendía era la del caballero intachable, de costumbres rectas y austeras, buen esposo y buen padre de familia, el correcto vecino de al lado incapaz de la menor trasgresión a las reglas de la moral puritana que es el gran fetiche de la cultura de la clase media en los Estados Unidos. Y, de repente, esa imagen se hizo trizas.
Nada menos que el día de Acción de Gracias, el gran ritual anual de la familia norteamericana, un accidente de tráfico en las vecindades de su residencia en los suburbios de Tampa sirvió para descubrir una riña con su esposa, la modelo sueca Elin Nordegren, provocada por la revelación del primero de una serie de casos de infidelidad conyugal que pronto sumarían una docena. Las compañías que hasta entonces compraban su imagen le retiraron su patrocinio, desde la Pepsi Cola hasta Guillette, pasando por Nike, IT&T y General Motors. De acuerdo a los especialistas en la materia, los accionistas de estas empresas perdieron, gracias al escándalo, entre 5 y 12 billones de dólares.
Woods reconoció que era un adicto sexual, un desorden compulsivo de la conducta que se equipara al vicio de las drogas, el alcohol, o los juegos de azar, y cuya existencia como categoría científica confieso que ignoraba, igual que sigo ignorando todo lo relativo al golf; y aceptó someterse a terapia intensiva en una clínica de Wickenburg, Arizona, el Meadows Rehabilitation Center.