Sergio Ramírez
Hughes fue transportado con gran secreto hasta el hotel en una ambulancia, y subido en una camilla al séptimo piso, que ocupó por entero. Nadie podía verlo, salvo sus asistentes, todos entrenados para estar cerca de sus negocios, y de sus secretos. Nadie podía tocarlo, tampoco, porque tenía horror a los virus. Todo el tiempo pasaba viendo sus propias viejas películas.
El dictador no pudo verlo una segunda vez. Llegaba a visitarlo al hotel, pero no pasaba de la antesala, y debía conformarse con hablar con los miembros de su guardia pretoriana, para tramitar los negocios que le proponía en Nicaragua: la construcción del canal interoceánico, el viejo sueño pervertido del país, y una cadena de casinos de juego que tendría su punto de arranque en la isla de Corn Island, en el Caribe de Nicaragua.
Nada de eso prosperó, porque lo que Hughes quería era un refugio provisional en Managua, a salvo de la persecución judicial, y un refugio que fuera en todo sentido tranquilo. Y no quería sentirse importunado, aunque se tratara del propio dictador. Veía a Somoza de menos, y seguramente no lo consideraba un socio confiable. Así que las visitas de antesala se acabaron. Aquel era su propio reino y Somoza, un súbdito molesto.