
Sergio Ramírez
La lección moral se repite a lo largo de la historia con sus mismos colores sombríos. Las cabezas desaparecen trituradas en las fauces del monstruo, o ruedan sobre el tablado del cadalso hasta caer en el canasto. Es una lección sabida, vieja de figurar en los catecismos puritanos, desde el tiempo de la llegada de los peregrinos en el Mayflower: haz lo que quieras, pero que nadie se de cuenta; peca con tu cuerpo, pero que nunca lo sepa la televisión. La versión mediática de la cueva de Platón: las figuras de la alcoba deben ser diferentes de las sombras que se proyectan afuera, donde sólo debe verse la familia unida y feliz.
Es lo que ocurrió últimamente con la renuncia del gobernador de Nueva York, Eliot Spitzer, calificado de manera unánime por los medios de comunicación como un superhéroe desde cuando era Fiscal del estado, campeón en la lucha contra las mafias, los narcotraficantes, las redes ilegales de juego, la prostitución organizada, el Elliot Ness de los tiempos modernos, capaz de poner de rodillas a los gángsteres.
Pero al gobernador le gustaban las citas clandestinas con prostitutas de lujo, y del trono de la santidad pasó a los abismos del pecado. Sindicado, procesado y sentenciado de manera sumaria, tuvo que comparecer dos veces delante del micrófono: una buscando sacar la cabeza de las fauces del monstruo, y conformar su apetito con un mea culpa, y la otra, ya rendido, para ofrecer la cabeza sin más remedio, y renunciar. Los sacerdotes que cuidan de que el monstruo esté siempre bien comido, no querían menos.