
Sergio Ramírez
¿Quién es este negro blanco?, se pregunta con deje irónico Lévy. Un Clinton negro, se responde. Y uno no puede dejar de recordar que Toni Morrison, con apasionada compasión, dijo una vez que Clinton había sido tratado como un presidente negro, cuando un fiscal de vestiduras puritanas lo perseguía de manera implacable por causa de un aguado affair amoroso.
Obama cuatro años atrás a los ojos de un filósofo francés que se ha puesto los zapatos de Tocqueville en busca de explorar los Estados Unidos contemporáneos, y como buen francés austero de modales y temeroso del ridículo, sufre de vergüenza ajena al ver a los convencionales demócratas reunidos en el Fleet Center, ensombrerados con réplicas de cabezas de mulas, el símbolo de su partido, y rascacielos que recuerdan a las torres gemelas derribadas por un ataque terrorista.
Pero a la medianoche, cuando Obama sube al podio para pronunciar su discurso, Lévy se olvida de los sombreros de carnaval para apuntar el ligero paso de danza con que el desconocido camina por el escenario bajo la luz de los reflectores, la sabiduría de los gestos histriónicos, en los que calcula todo, "la más ligera de las entonaciones debidamente calibrada, y aparentando improvisar hasta los suspiros".