Sergio Ramírez
El aura protectora de la infancia es la que da inmortalidad a los personajes emblemáticos del cine. Permanecen jóvenes aunque envejezcan, permanecen vivos aunque se mueran. Son únicos aunque hayan tenido dobles. Cuatro Chitas, cinco leones de la Metro. ¿Qué importa eso frente a la evocación de lo vivido en la oscuridad de la sala de cara al fulgor de la pantalla iluminada?
Yo tuve, además, una infancia privilegiada porque mi tío Ángel Mercado era dueño del único cine de mi pueblo, y fui desde los ocho años uno de los escasos elegidos para subir la escalera vertical que llevaba al santuario misterioso de la caseta de proyección, una especie de palomar forrado de tablas blanqueadas con cal que sobresalía por encima del tejado de la vieja casona convertida en cine al aire libre, pues el corredor abierto era el palco y el antiguo corral de vacas, ahora embaldosado, era la luneta.
Como el operador se embriagaba más de la cuenta, mi tío terminó despidiéndolo y a los doce años me nombró a mí soberano oficial de aquel reino, pues ya había aprendido con toda fidelidad la ciencia de la proyección de las películas, entre las que no faltaban, por supuesto, las de Tarzán, con Johnny Weissmüller, el campeón olímpico de natación nacido en 1904 bajo el imperio Austrohúngaro, hijo de un matrimonio de alemanes de Rumanía, igual que la premio Nobel Herta Müller; y con Maureen O´Sullivan en el papel de Jane, y con ellos dos la Chita, por supuesto.