
Sergio Ramírez
Una foto de Pedro Joaquín Chamorro caminando por la vieja Managua perdida. Extraño paseo a pie entre ruinas de un hombre que viviendo bajo el peso de una dictadura dinástica, buscaba entretener en el recuerdo los escenarios de una ciudad amada y perdida para siempre, como sin anduviera entre tumbas; y más extraño aún porque pocos años después, el matarife a sueldo que enviaron a asesinarlo, apodado "Cara de Piedra", dispararía su escopeta contra él en esas mismas ruinas, en el corazón de lo que había sido la capital, la esquina de la avenida Bolívar con la calle del Trébol.
Y está entonces la otra foto terrible, el cuerpo de Pedro Joaquín tendido sobre una camilla del hospital, adonde fue levado ya sin vida, desnudo de la cintura hacia arriba, acribillado a perdigones. Uno puede contar a simple vista más de veinte impactos.
Y luego están las fotos de su entierro apoteósico, seguido por miles hasta el Cementerio General. Un entierro que era, al mismo tiempo, el de la dictadura, que sería derrocada al año siguiente por una insurrección popular.
Pero antes, está la noche en que fue velado en las instalaciones del diario La Prensa en la carretera Norte, ese mismo 10 de enero. Fue cuando la gente salió por primera vez a las calles, sin miedo.