
Sergio Ramírez
Cuando Juan Cruz, periodista de El País, me enteró de la prohibición de mi prólogo en Guadalajara, donde yo asistía a la Feria Internacional del Libro para presentar mi última novela, El cielo llora por mí, sentí que mis pies rondaban el abismo de Sandor Marais. No importa el tamaño o la majestad del estalinismo. Puede ser un estalinismo de bolsillo, o un estalinismo tropical, o folclórico, en el que abundan los altares enflorados y los hechiceros de feria; pero si se trata de prohibir que la obra de un escritor se lea, las consecuencias son las mismas, y yo siento la lengua muy cerca del cuchillo que quiere cortármela.
Cuando Juan Cruz me pidió mi reacción, en lugar de responderle verbalmente preferí escribirle en una tarjeta lo que sentía, como quien satisface la necesidad de dejar constancia. Sentía, y siento, que la prohibición de que mi prólogo se publicara no era más que un comienzo, y que pronto, es una probabilidad cierta, se prohibiría también la circulación de mis libros en Nicaragua. ¿Debo esperar otra cosa?
Porque no se trata de un acto burocrático aislado, decidido por unos funcionarios de segunda, sino parte de toda una concepción del ejercicio del poder presidencial que no deja resquicios de disidencia, y que no admite crítica de ninguna especie, porque la tolerancia no es parte de los valores que inspiran sus actos.