Sergio Ramírez
Ganamos una identidad en base a una confrontación, más que gracias a un catálogo de valores comunes, o a la existencia de instituciones firmes y bien definidas, entre cuartelazos, asonadas y guerras civiles. Y esta misma identidad defensiva, que alimentó las luchas ideológicas a lo largo de la guerra fría, con el tiempo ha llegado a volverse retórica, y subsiste como bandera de combate para lo que ha dado en llamarse el nuevo socialismo, o bolivarianismo.
Estamos ya muy lejos del siglo diecinueve, y lejos de los años de la guerra fría, cuando Estados Unidos se alineó contra la insurgencia guerrillera y respaldó sin condiciones a las dictaduras de derecha. Su política respecto a América Latina, sin atención al color ideológico de los gobiernos, se basa hoy en la cooperación para enfrentar el tráfico de drogas, el crimen organizado y el terrorismo. Ninguna de sus coordenadas estratégicas pasa por el reclamo de la democracia institucional y el respeto a los derechos humanos, y abre un espacio de convivencia con gobiernos de corte autoritario, lo que podríamos llamar autocracias electas, pese a la retórica confrontativa.
Las fronteras económicas se abren, el mundo se ha vuelto global, las hegemonías bipolares, o únicas, se han derrumbado, empezando por la de Estados Unidos, y cada vez más nos damos cuenta de que nuestra pretensión de identidad latinoamericana, en un territorio de vastos confines, además de defensiva, fue siempre más ideológica que otra cosa; y esos sustentos ideológicos fueron hijos del pensamiento europeo. He allí el primer gran vínculo entre América Latina y Europa.