Sergio Ramírez
En la misma Epístola, Rubén nos dice, además:
Me complace en los cuellos blancos ver el diamante.
Gusto de gentes de maneras elegantes
y de finas palabras y de nobles ideas.
Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas
trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,
mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos…
Éste es un sibarita retratado de cuerpo entero, que en el mismo poema se confiesa un nefelibata, término este último que designa a quien camina siempre entre las nubes, con los pies lejos de las asperezas del suelo terrenal, en busca de capearse de ser herido por las mezquinas intrigas que, como en el caso de Rubén, llegaban a buscarlo hasta el refugio de su piso de la rue Marivaux en París, donde vivía cuando escribió esta confesión autobiográfica que es la Epístola. A pesar de todas sus precauciones, cuando se trata de toda esa caterva de intrigas, rencores, envidias, se confiesa siempre indefenso. Un sibarita nefelibata, dos palabras que son parte de la pedrería del lenguaje modernista.
Los sibaritas, que nos heredaron el vocablo, se dice que fueron los habitantes de Sibaris, un pueblo griego tan inclinado a regalarse con placeres, que había enseñado a bailar a sus caballos de guerra al son de la música, afición de la que tomaron ventaja sus enemigos para derrotarlos, pues durante una encarnizada batalla no hicieron más que allegar una orquesta y ponerla a tocar aires festivos, con lo que al oír aquel concierto de trompetas, chirimías, cornos y tambores, los caballos rompieron filas y encantados de la vida se pusieron a bailar, sin cuidarse de los jinetes que fueron lanceados a gusto.