Sergio Ramírez
El abismo entre lo ideal y lo real, está lleno de risa. Desde los viejos tiempos de Erasmo, Cervantes sabe que el ejercicio del poder deviene de la locura del interés y el cinismo, y que en cada acto de gobierno, cuando se trata de gobiernos espurios, trasudan la tentación de oprimir, la debilidad ante los halagos, el deseo de fama, la crueldad, la impostura, y las ambiciones de riqueza. Y Cervantes, muy justamente, pone el discurso sobre el ideal del buen poder en boca de un loco. El buen gobierno, la recta justicia, no son sino imágenes desbocadas en la mente de don Quijote, que ha perdido el juicio.
La propuesta, como quimera, es del loco; la práctica de poder, por el contrario, Cervantes se la deja a Sancho, el rústico analfabeta. Hay pocos personajes más atractivos para un lector que Sancho mandando; o pocos personajes más atractivos para un ciudadano, como en tantas ocasiones en América Latina, que un arriero, o porquerizo, o coronel, o bachiller mandando, convertido en presidente; los mecanismos imprevistos que tiene el poder, desde la ignorancia, están llenos siempre de risa y de drama, en la literatura y en la vida.
Don Quijote sabe bien lo que las leyes ideales, hechas para no cumplirse, deben contener, y las recomendaciones a Sancho para el ejercicio de su poder son muy concretas: el justo medio, la discreción, la sencillez en el atuendo, la rectitud de costumbres: ni codicioso, ni mujeriego, ni glotón.