
Sergio Ramírez
La Chureca es un basurero cercano a la costa del Lago Xolotlán. El lago y sus alrededores que pueden parecer paradisíacos desde al aire. Las aguas tranquilas, en las que se reflejan las nubes, de todos modos infectadas por los vertederos de las cloacas, la península de Chiltepe horadada por los cráteres de antiguas lagunas volcánicas, el cono inmenso del volcán Momotombo, y esfuminadas hacia el norte, más allá de la ribera del lago, los contrafuertes de la cordillera de Dipilto.
Todo el día los camiones recogedores avanzan por los caminos de acceso a La Chureca haciendo temblar el suelo y alzando polvo, para depositar su carga en el inmenso playón de 60 hectáreas donde la ciudad va acumulando sus desechos, y el basurero se revela como un extraño paisaje calcinado, tierra oscura y requemada que se alza en promontorios nublados por las humaredas. Una multitud se afana en aquel paraje como vestida para una fiesta de disfraces en harapos, viejos, adolescentes, niños, tapándose las cabezas de mil maneras frente a los rigores del sol, y la narices frente a la putrefacción. Escarban armados de palos. Son los que viven de la basura. Es su reino de este mundo.
Escarban en busca de todo lo que pueda ser rescatado, piezas de hierro, láminas, embalajes de cartón, periódicos y revistas viejas, envases de plástico, botellas de vidrio, tesoros que tienen precio, vigilados de cerca por los zopilotes que por su parte buscan la carroña, porque en el basural hay de todo, perro muertos y sobras de comida de los restaurantes y desperdicios de las cocinas de los hogares, tripas de destazaderos, verduras que se pudren en los mercados de abastos, y aún desechos de hospitales, alguna vez un feto.