Sergio Ramírez
No pocas veces toca explicar la situación presente de Nicaragua en foros públicos internacionales, entrevistas de prensa, y aún entre amigos siempre deseosos de saber qué fue de aquella revolución de hace tres décadas, la última del siglo en América Latina, como estos que han venido de tantas partes al Festival de la Palabra en San Juan.
Generalmente se entiende como un asunto de sueños traicionados, para quienes vivieron y acompañaron aquella gesta, y para otros, que toman en cuenta la democracia como un asunto esencial en nuestro destino futuro, de autoritarismo a la moda, en lo que la persona de Daniel Ortega no vendría a ser el único, y excesos de corrupción de los que ahora se repiten como una plaga a lo largo del continente.
Nada particular entonces. Los decorados extravagantes que enmarcan las comparecencias del líder supremo, sus estilos histriónicos frente a las cámaras, la multiplicación de sus efigies gigantes en calles y plazas, la pirotecnia populista de sus discursos, también se repiten allende las fronteras de Nicaragua, país donde no se han inventado sino más bien se copian, y el padre reconocido de esta nueva manera de gobernar desde las tarimas y por encima de las instituciones, que poco vienen a importar, no es Ortega, sino Chávez. Por tanto, la atención pública internacional en quien se centra es en este último, verdaderamente poderoso porque tiene las llaves de las fuentes de petróleo, con lo que los padecimientos democráticos de Nicaragua pasan al tercer plano, y no suelen atraer a los reflectores.